Acaba de terminar sus clases diarias. Deberá regresar a casa y ayudar a su madre. Le tocara cuidar a sus hermanitos, limpiar la casa, preparar algunas ropas que van a llevar, adquirir algunas cosas que van a necesitar durante la noche.
Pero en su trayecto se distrae, se detiene. Aun con sus pocos, nueve años, siente la melancolía que la atrapa. Llega hasta el Malecón, observa a lo lejos el mar, intenso de un azul profundo lleno de vida. Tan vasto que no tiene fin. Que se confunde con el cielo y se hacen uno y muchos a la vez.
Poco a poco ve pasar la gente, una mezcla de turistas y cubanos. Los turistas extasiados por las vistas. Fatigados pero contentos que comentan sorprendidos las bellezas del casco antiguo. Halaban Castillo de San Salvador de la Punta y sus historias de piratas y cosarios. Pensando cuantos de los locales serán descendientes de ellos y si todavía habrá tesoros enterrados por descubrir. Ve pasar también muchos cubanos como ella, que muestran a la vida su mejor cara, tan alegres, llenos de vida y música, coloridos, trajinado bajo el fuerte solo del Caribe. Ve niños quienes también como ella terminaron sus estudios y van a retozar cerca del mar, o a ganarse unos dólares extras para ayudar a su familia, ofreciendo al turista mostrarles los lugares más vellos de la ciudad, las visitas guiadas por los recovecos ocultos y secretos.
La niña respira profundo oliendo, el salitre del mar, el humo del tabaco de un buen habano que fuma el turista a su lado. Hasta puede sentir diluido en el aire el perfume del ron que la cantina de enfrente vende. Piensa en todo lo que compone su patria y quiere hacerlo pequeño para llevarlo siempre con ella. Quiere grabarlo en su retiran, imprimarlo en su memoria. No perder ni uno los momentos únicos que componen la isla y jamás dejarlos ir.
Distraída, no repara en el paso del tiempo, no repara en la repentina oscuridad. Mira al cielo, descubre unas feas y negras nubes de tormenta. De pronto, como suele suceder en el Caribe, se desata una intensa lluvia tropical cargada de agua y de viento. María Clara apurada coge sus cosas, cuidando que no se mojen. Corre de camino a su casa bajo las frías gotas, mira al cielo y con toda su alma, con todo su fervor de niña envía una plegaria a Dios. Solo ruega porque esa lluvia sea solo una tormenta tropical, que la luna nueva no brille en el cielo y que el barquero que los llevará a la libertad salga esa noche.
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